Hoy más que nunca, las posibilidades parecen infinitas. Somos una generación que ha visto los caminos multiplicarse ante nuestros ojos de forma exponencial. El mundo parece dividirse entre quienes son capaces de integrar todas esas posibilidades y alcanzar un “éxito clásico”, y quienes se sienten paralizados ante la mera idea de intentarlo. Vemos adolescentes generar fortunas, empresas unicornio lideradas por personas sin estudios superiores, casos únicos que cada vez son menos “únicos”. Vivimos en una cultura que nos hace creer que todas las oportunidades están a nuestro alcance. Y aunque esta percepción tiene sus matices, nunca antes había sido tan acertada. Sin embargo, al mirar a mi alrededor, observo que, pese a todas estas posibilidades, nos envuelve una bruma de angustia innegable.
Hemos visto las espaldas de nuestrxs abuelxs colapsar bajo el peso del cansancio, y la alegría de nuestrxs padres apagarse lentamente, sofocada por la culpa y el arrepentimiento.
Para nuestrxs abuelxs, sobrevivir fue su éxito; para nuestrxs padres, el éxito radicó en el bienestar económico y la comodidad radical. ¿Y para nosotres? ¿Cual es nuestro éxito? Hemos sido testigos de los costos de ese «deber social» en nuestros hogares. Hoy, ese deber nos llama a la puerta. En pleno auge de la crisis climática, con sistemas sociales derrumbándose a nuestro alrededor, nos vemos convocades por la urgencia de actuar. Nos damos cuenta que nos toca enfrentar a nuestrxs padres en defensa de nuestro planeta. ¿Qué crees que les pasa a nuestros corazones en esta guerra silenciosa? El mundo esperaba nuestra rebeldía, pero esto es algo sin precedentes. En nuestro caso, nos jugamos la supervivencia de la humanidad entera. ¿Cómo no hacernos cargo? ¿Cómo insertarnos en el sistema responsable de esta emergencia y que, además, insiste en negarla?
La crisis generacional que enfrentamos no es una simple diferencia de jergas ni una disparidad de sensibilidades. Nos encontramos en una lucha que dejará menos ganadores que cualquier otra guerra del pasado. Ecosistemas perdidos, familias divididas, corazones rotos.
En 1988, se creó el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), que publicó su primer informe en 1990, advirtiendo que las emisiones de gases de efecto invernadero estaban afectando el clima mundial. En 1992, se emitió la primera advertencia formal de los científicos sobre la crisis climática, en la «Advertencia de los Científicos del Mundo a la Humanidad». Más de 1,700 científicos de todo el mundo, incluidos varios premios Nobel, firmaron este documento, que advertía sobre los peligros del cambio climático, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, la escasez de agua dulce y la degradación de los océanos.
Para nuestra generación, todos los caminos, todas las posibilidades de éxito, de expresión y de superación, nos llevan a la última Roma: el imperio más importante de la historia del planeta caído en ruinas. Nuestro futuro es Roma.
No pretendo suavizar el sabor amargo de estas palabras. Aquí no encontrarás alivio, ni una vuelta positiva ni un llamado a la acción. Este texto es angustiante, incierto y confuso por un motivo. No trata sobre el cambio climático ni sobre el éxito de la generación Z. Mi intención es enmarcar la sensación que subyace en nuestra generación, la llamada «generación de cristal».
Sí, eso somos: una generación cuya fragilidad proviene de una adaptación prematura y desmedida a una realidad profundamente incierta. Una generación apresurada, porque hemos crecido sabiendo que no nos queda mucho tiempo. ¿Para qué formarnos, si vemos los conocimientos obsolecer como arena entre los dedos? ¿Para qué tener hijes, si no podemos garantizarles un mundo? ¿Para qué comprar una casa, si no habrá quien la herede? Somos una generación sin sentido de pertenencia, sin raíces.
Esto es clave para entender la brecha intergeneracional. La distancia entre nuestrxs abuelxs, nuestrxs padres y nosotres no solo se trata de avances tecnológicos. Se trata de un entramado de culpas no asumidas y profundo resentimiento. Nos han quitado el derecho a permanecer en el mundo.
La magnitud del daño causado y la incapacidad para enfrentarlo tiene el potencial de partir la humanidad en dos: los que fueron parte del problema y los que intentaron ser la solución. Una división que dejaría una herida en nuestra historia muy difícil de sanar. Ya no se trata de naciones, culturas o imperios; la crisis intergeneracional no distingue fronteras ni apellidos, y mientras nos enfrentamos a la devastación que ha dejado, solo queda una pregunta: ¿encontraremos la compasión necesaria para sobrevivir juntes, o nos perderemos en la brecha de nuestro propio resentimiento?
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