19 marzo 2020 / por Orliana
COACHING ONTOLÓGICO Y PSICOLOGÍA:
A raíz de la posición adoptada por el Colegio de Psicólogas y Psicólogos de Córdoba sobre el coaching ontológico (1)
Recientemente, el Colegio de Psicólogas y Psicólogos de Córdoba, en Argentina, ha emitido un extenso pronunciamiento dirigido a cuestionar la disciplina del coaching ontológico. Reconociéndome como uno de los referentes principales en el desarrollo de esta disciplina, me siento en la obligación de responder a lo que allí se señala. Después de leer cuidadosamente y de sopesar los argumentos que dicho texto contiene, debo manifestar que celebro la posibilidad de este intercambio pues permite disolver opiniones erradas sobre el coaching ontológico, las que posiblemente pudieran ser compartidas por otros, no adecuadamente informados sobre lo que somos, hacemos y buscamos.
Confío, por lo demás, que en la medida que logre disipar los temores que percibo detrás de la posición adoptada por el Colegio Profesional y pueda rebatir sus premisas, la actitud antagónica que hoy se adopta frente al coaching ontológico pueda convertirse en una relación de colaboración y enriquecimiento mutuo, que favorecerá tanto a la psicología, como a nuestra propia disciplina. Ello, por supuesto, en el entendido de que las premisas que se invocan en este pronunciamiento sean las que avalan el cuestionamiento que se nos hace. De lo contrario, nada de lo que diga podrá colocar en entredicho la crítica que se nos dirige y todo esfuerzo por rebatirla será vano. Este intercambio, por lo tanto, representa una gran oportunidad para construir una relación constructiva entre ambas disciplinas, la psicología y el coaching ontológico, y no quisiera dejarla pasar. Mi respuesta, por lo tanto, va dirigida tanto a los coaches ontológicos como a los psicólogos.
Debo confesar que lo primero que sorprende en la crítica es el hecho de que ella nace, no de nuestras debilidades, sino de nuestras fortalezas. En efecto, se parte reconociendo que el coaching ontológico exhibe una “demanda (que) en las últimas décadas ha crecido de manera exorbitante”. Pero, en vez de preguntarse a qué se debe su éxito y su prestigio, uno escucha, en cambio, irritación y temor. En efecto, el coaching ontológico ha sido inmensamente exitoso. Detrás de ello, está el hecho de que es capaz de exhibir resultados que son altamente valorados por quienes sirve, resultados que otras ofertas no son capaces de producir.
Se nos critica por estar orientados a “la posibilidad de dominio … (sobre nuestras) decisiones y resultados”. Confieso mi extrañeza frente a esta crítica. No sólo asumimos responsabilidad sobre los resultados que generamos, también procuramos que nuestros coachees o clientes hagan lo mismo en relación con los suyos. Sin embargo, esta disposición se esgrime como sospechosa. Los resultados en el ejercicio de nuestra disciplina nos importan y mucho, como también nos importan los resultados que en sus vidas logran quienes en un momento se acercaron al coaching ontológico y la responsabilidad que logran frente a ellos. Nos produce una inmensa satisfacción cuando luego los reencontramos y nos señalan que la experiencia con nosotros fue una de las más importantes de sus vidas. Exhibimos con orgullo los resultados que obtenemos.(3)
Se nos acusa de ser “un servicio que propone soluciones en todos los órdenes de la vida”. Ello no es así, Pero tras lo que se dice debo reconocer que hay algo válido, algo que le confiere sentido a lo que se señala. Hay sin duda una cierta transversalidad en nuestra práctica. Ello, nuevamente, creemos que es una fortaleza. Pero en vez de asombrarse con esto y preguntarse a qué se debe, se le transforma en crítica. Pues bien, esa transversalidad se debe precisamente al carácter ontológico de lo que hacemos, lo que representa, por definición, es una mirada genérica al fenómeno humano, que suele trascender las segmentaciones que hacemos en diferentes dominios u “órdenes” de la existencia y remite a aspectos comunes de experiencias distintas.
Tomemos un ejemplo. Trabajando con un gerente, percibimos que, en la raíz del problema que nos presenta, hay una severa incompetencia en su capacidad de escucha. Él se da cuenta de ello y avala lo que le mostramos. A partir de eso, trabajamos con él sobre cómo superar esta incompetencia. Poco tiempo después, al evaluar lo que hicimos, él nos reporta que los problemas de gestión que originalmente presentaba se han disuelto. Pero nos comparte que, para su sorpresa, la relación con su mujer y con sus hijos también ha mejorado sustancialmente. Pues bien, ello no es extraño. La competencia de la escucha es una competencia genérica y quién la desarrolla logra cambios importantes en todos los dominios de su existencia. En otras palabras, por trabajar con dimensiones genéricas del fenómeno humano, los coaches ontológicos suelen obtener resultados transversales, en diversos “órdenes de la vida”. ¿No es esto una fortaleza?
Se insinúa que los coaches ontológicos estarían motivados por el afán de ganar dinero y que han desarrollado una práctica lucrativa. En muchos casos ello es cierto, profesionalmente les suele ir bien. Pero esto es el resultado de la capacidad que exhiben de generar resultados (esos resultados que parecieran molestar a nuestros cuestionadores), de producir sostenidamente valor y satisfacción. No en vano, la demanda por el coaching ontológico crece y se extiende a nuevos dominios, a un ritmo que a veces nos sorprende a nosotros mismos.
Constatamos que el coaching ontológico está atrayendo crecientemente a psicólogas y psicólogos, los que en números cada vez más altos acuden a nuestra formación, obtienen una experiencia de aprendizaje que disfrutan, y hacen uso de lo aprendido en sus prácticas profesionales, mejorando sustancialmente sus resultados. Pero en vez de acercarse a ellos e indagar sobre sus experiencias, pareciera que a la organización gremial de psicólogos esto le molesta. Todo lo anterior, en vez de levantar preguntas o, al menos, curiosidad, termina siendo el fundamento del cuestionamiento que se nos dirige. Lo que esto pone en evidencia es que, en rigor, no se nos conoce, no se sabe mínimamente quienes somos y lo que hacemos. Tampoco cuales son las fuentes y los fundamentos del tipo de desempeño que practicamos. Es pertinente, por lo tanto, comenzar por presentarnos.
Una de las críticas que se nos dirige es la de estar usurpando un territorio que nos es ajeno, de invadir “actividades reservadas al título de psicóloga y psicólogo” y de habernos convertido en un agente de salud, como lo son muchos psicólogos, no todos. Esta crítica la desmentimos en forma categórica. Nos hemos caracterizado por reiterar una y mil veces que no somos agentes de salud, que nuestra práctica no es terapéutica. Y esto lo hacemos tanto en los espacios propios de nuestra formación, con nuestros alumnos, como en el espacio público. Si se nos pidiera ser parte de una declaración conjunta, de psicólogos y coaches ontológicos, en la que esto fuera reafirmado, estaríamos dispuestos a ello.
Con todo, es efectivo, sin embargo, que a veces se nos atribuye serlo. Ello nos lleva a preguntarnos: ¿Que hay detrás de esto? ¿Por qué, a pesar de nuestras reiteraciones en sentido contrario, este comentario no se extingue? Personalmente creo que cabe apuntar a tres factores. El primero, es el hecho de que nuestra práctica se asemeja, sólo formalmente, a lo de los psicólogos, en la medida que ella se expresa en una práctica conversacional dirigida a ayudar a resolver problemas. Esta percepción, pensamos, hace que algunos nos atribuyan un carácter que nos es ajeno. El segundo, guarda relación con el hecho de que muchos acuden al psicólogo por problemas que, en rigor, no son terapéuticos. Antes quizás acudían al confesor. Y muchos descubren que lo que obtienen de un coach ontológico les es de mayor valor que lo que obtienen del psicólogo. Y el último, apunta al hecho de que son cada vez más los psicólogos que se forman como coaches ontológicos y que descubren que ello les proporciona herramientas que les permiten hacer intervenciones terapéuticas más profundas y eficaces. Pero en estas intervenciones actúan como los terapeutas que son y no como coaches ontológicos. La afirmación de que “la demanda de coaching no puede ser diferenciada de una demanda o necesidad psicoterapéutica”, no es pertinente.
Reiterémoslo una vez más: los coaches ontológicos no desarrollan una práctica terapéutica. Su competencia no está en el dominio de la terapia sino en el dominio del aprendizaje. Generamos experiencias de aprendizaje profundo, sobre la que nos referiremos más adelante. No presuponemos patología alguna y si percibimos que una persona está afectada por una patología, la referimos a un especialista, por lo general a un psicólogo. El coaching ontológico no pretende “sanar” a nadie. El requerimiento del que se hacen cargo no remite a una enfermedad. Esto lo saben bien los coaches ontológicos, pues ello forma parte de su formación. De allí, por ejemplo, la importancia que el coaching ontológico está adquiriendo, con resultados significativos, en el ámbito de la enseñanza, sea ésta de nivel escolar o superior. Esta es, por lo demás, un área en la que contamos con una abundante experiencia.
En el cuestionamiento que se nos dirige, se señala que el coaching vendría de los deportes. Ello es falso. Como consta en la literatura inglesa de inicios del siglo XIX, fue en la región de Oxbridge, que incluye a las universidades de Oxford y Cambridge, donde surgió el oficio del “coach”. Éste estaba ligado al quehacer universitario y su objetivo era producir procesos “individualizados” de aceleración de aprendizaje en aquellos alumnos que se atrasaban en las materias que conformaban los famosos “tripos”, cuya aprobación era requerida para avanzar en los estudios de primer nivel. Fue sólo en 1862, varias décadas más tarde, que con motivo de la London Boat Race, el oficio del “coach” pasó al dominio de los deportes, donde se ha mantenido hasta la fecha, con los excelentes resultados que conocemos. El coaching, por lo tanto, nació en el dominio del aprendizaje.
Ésta es una crítica interesante. Ella se sustenta en los planteamientos realizados por el destacado filósofo heideggeriano, de origen surcoreano, Byung-Chul Han (y no Hang, como se indica en el cuestionamiento) con quien sentimos una gran afinidad. En un análisis que considero cautivante, Han hace presente que el neoliberalismo se apoya en algunas modalidades de coaching (en ningún momento se refiere al coaching ontológico) para reforzar sus mecanismos de dominación y lograr que sea el propio trabajador quién termine por explotarse a sí mismo, sirviendo con ello al capital.
Byung-Chul Han ha sido un pensador importante en el desarrollo de nuestra disciplina. Nos advierte de un peligro efectivo y del que procuramos permanentemente hacernos cargo, por cuanto implica una radical distorsión del carácter de lo que hacemos. Una de las razones por la que enfatizamos la importancia de la ética como uno de los pilares de nuestra disciplina (4), es precisamente para evitar desviaciones como éstas. Lo planteado por Han, por lo tanto, nos interpreta, pero no guarda relación con nosotros.
Es oportuno destacar que un cuestionamiento equivalente fue realizado en su momento contra la psicología. Eso lo saben bien sus dirigentes gremiales. La psicología fue acusada de estar al servicio de las empresas capitalistas, de sus necesidades de reclutar trabajadores dóciles, no conflictivos y altamente productivos. Nada de esto es nuevo. Y, en efecto, sabemos que la psicología ha sido un insumo importante en el área de recursos humanos y en las prácticas de reclutamiento de personal, de capacitación y de definición de criterios en la movilidad y promoción de quienes trabajan en las empresas. Es inherente al capitalismo utilizar todo cuanto encuentra a la mano y colocarlo al servicio de sus intereses. En muchos casos, con resultados valiosos, pues ello se traduce en mayor eficiencia y eficacia productiva. Con todo, ¿ello acaso descalifica o invalida a la psicología?
Hemos sostenido que el coaching ontológico es una práctica al servicio del aprendizaje. Una práctica que nos ayuda a resolver problemas frente a los cuales nos sentimos impotentes, permitiéndonos avanzar hacia el logro de los objetivos que nos suelen resultar esquivos. Se trata de una práctica que busca asistir al coachee para que pueda ver lo que en un primer momento no ve, de manera que pueda encarar problemas, aspiraciones y objetivos, permitiéndole enriquecer su existencia. Este es el desafío del que tiene que hacerse cargo el coach ontológico.
Se trata de una disciplina puesta completamente al servicio del coachee. No operamos como sicarios, cumpliendo tareas al servicio de otros y de sus intereses, sino estrictamente al servicio de aquello le afecta al coachee. No son los coaches los que definen los problemas o los objetivos del coachee. Respetamos y servimos su autonomía. Nos limitamos a asistirlo en una práctica fenomenológica de auto-indagación, que dejado a sí mismo, él coachee siente que no está en condiciones de acometer. El coaching ontológico es, en rigor, una práctica que busca “destrabar” al coachee de los obstáculos que éste encuentra en el fluir de su vida, de manera de recuperar el sentido que, desde su autonomía, busca conferirle.
No se trata, como señala el cuestionamiento, de una práctica caracterizada por la consigna reiterada e indiscriminada de un “tú puedes” ilimitado. Tampoco se trata de un tipo de intervención que, “fomenta la culpabilización individual … sin concebir la vulnerabilidad” de las personas involucradas. Decir esto sólo comprueba el profundo desconocimiento de lo que hacemos. Este desconocimiento alcanza su mayor altura cuando se señala que el coaching ontológico está basado en “un modelo infinito que anestesia la desesperación, pero sin fe”. Frente a este tipo de críticas no podemos dejar de preguntarnos ¿por qué no se han acercado a conocer lo que hacemos? ¿Por qué estas descalificaciones arbitrarias?
Cuando llegamos a este punto, confieso que me veo tentado a pensar que nuestras brechas son tan grandes, que el desconocimiento de lo que hacemos es tan profundo, que el procurar responder a las críticas puede resultar una tarea imposible. Pero me resisto a caer en resignación. Sólo destaco que son muchas las veces en las que el coach ontológico, en el cumplimiento de su tarea, debe ayudar al coachee a reevaluar sus aspiraciones y objetivos, y a reformular los problemas que se plantea, a hacerlo reflexionar sobre las consecuencias que ellos podrían acarrearle. Son muchas las veces, que lo invita a asumir una actitud más realista frente a los desafíos que levanta. Pero, en definitiva, es siempre el coachee quién conduce su propio proceso.
La práctica del coaching ontológico es, por definición, no impositiva. El coach no está allí, para dar consejos, para emitir sus inclinaciones personales, para decirle al coachee lo que él o ella haría en su lugar o para imponer sus puntos de vista. Podrá levantar preguntas que el coachee posiblemente no se hace, pero es siempre éste o ésta quién debe determinar la pertinencia de tales preguntas y ofrecer sus respuestas. El coaching ontológico es la antítesis de lo que el cuestionamiento señala en el sentido de asumir un papel de “consejero divino en la tierra”. Su labor, como dijimos, no consiste en dar consejos. Dar consejos no es hacer coaching. Su propósito, por el contrario, es poder servir de espejo para que el coachee logre mirarse con otros ojos y le sea posible descubrir los obstáculos de su propia mirada.
En este sentido, a diferencia de la relación de carácter terapéutico que se produce en la psicología, en la que el psicólogo está revestido de la autoridad del experto y su cliente asume el rol de “paciente”, la persona particular que es el coach ontológico tiende a disolverse, a desaparecer, para poder convertirse, en cambio, en el reflejo del propio coachee. A través del trabajo del coach, el coachee logar mirarse a sí mismo con otros ojos. La voz del coach a menudo deja de ser su propia voz y se confunde con una voz que proviene del interior de sí mismo. La relación del coaching ontológico no es vertical, sino horizontal. Para asegurarlo, la ética de la relación deviene fundamental. Los conocimientos y competencias del coach, siendo necesarios, no son suficientes.
Nada es más ajeno a la práctica del coaching ontológico que, como indica el cuestionamiento, enfocarse “en generar ‘quiebres’ en sus clientes que orienten al accionar hacia el futuro deseado” supuestamente por el coach. El término ‘quiebre’ no es trivial. Proviene de la ontología existencial desarrollada por Heidegger y apunta a aquellos puntos de rupturas que todos enfrentamos en el fluir transparente de la vida. Son momentos en los que, debido a tales rupturas, el mundo se nos presenta distinto y logramos ver, en un primer plano, lo que estaba en el trasfondo y no lograba ser adecuadamente percibido. Sacado de ese contexto, el término queda completamente tergiversado. Pues bien, en la práctica del coaching ontológico no es el coach quién “genera” los quiebres. Eso lo hace siempre el coachee. No entender esto conlleva a profundos malentendidos y distorsiones.
En el cuestionamiento que se nos dirige se señala que “la formación en coaching ontológico cuenta con una base esencialmente psicológica en todos sus fundamentos y prácticas” y en ella “los instructores y participantes no cuentan … con formación de grado en psicología”. Ello no sólo es falso, sino que vuelve a demostrar lo poco que quienes nos cuestionan saben de nosotros. Uno hubiese esperado que, antes de criticarnos, se hubiesen preocupado mínimamente por saber lo que hacíamos y de dónde proveníamos. El fundamento del coaching ontológico, como del discurso de la ontología del lenguaje que lo sustenta, no es la psicología, sino la filosofía. De allí proviene precisamente su carácter ontológico.
Su núcleo conceptual básico proviene de tres importantes corrientes filosóficas: 1) la filosofía profundamente anti-metafísica de Friedrich Nietzsche y de sus seguidores, 2) de la ontología existencial de Martin Heidegger y de la hermenéutica de su discípulo Hans-Georg Gadamer, y 3) de la filosofía del lenguaje desarrollada primero, desde Cambridge, por Ludwig Wittgenstein y, más adelante, desde Oxford, por J.L. Austin. Estas son, en nuestra opinión, las más grandes contribuciones filosóficas de los últimos 150 años. Quizás pudiéramos añadir también la influencia que recibimos del pragmatismo filosófico norteamericano y de la importancia que éste le asigna a la relación entre el pensamiento y los resultados que es capaz de generar. Pero, para los efectos de esta respuesta, no abundaremos en ello. Todas contribuciones señaladas son indispensables en lo que sostenemos y hacemos, y definen su carácter.
El pensamiento moderno se caracteriza por un progresivo distanciamiento del programa metafísico. A ello contribuye de manera especial el desarrollo de las ciencias con el consiguiente avance de una perspectiva empírica y materialista. Pero también desde la filosofía se produce este distanciamiento, con múltiples propuestas que lo desafían. Con todo, la influencia de la mirada metafísica se mantiene vigente. De ello da cuenta la frase de Alfred Whitehead de que la filosofía occidental no era sino un conjunto de “notas al pié de página sobre Platón”, dada la hegemonía que éste ejercía.
Será sólo con Nietzsche que alcanzamos un real punto de ruptura. El aporte filosófico de Nietzsche consiste, en las palabras del filósofo alemán Eugen Fink, en advertirnos que “hemos errado el camino”. Que el programa metafísico nos ha conducido a un callejón sin salida, haciendo crecientemente difícil nuestra existencia. La filosofía de Nietzsche es un llamado a un cambio fundamental de nuestra concepción genérica sobre el carácter de la realidad.
Para hacerlo, sostiene Nietzsche, tenemos que volver al momento del nacimiento del programa metafísico, lo que nos conduce a Sócrates y a Platón, y en vez de tomar el camino del ser inmutable sugerido por Parménides, que ellos tomaran, seguir el camino opuesto, aquel propuesto entonces por Heráclito, centrado en el devenir, en el reconocimiento de que todo está en transformación permanente.
La noción contemporánea de ontología se sitúa en este espacio de ruptura y remite al gran aporte filosófico que, en el siglo XX, realizara Heidegger, sin por ello dejar de discrepar en algunos aspectos con el propio Nietzsche, a quién estudia en profundidad. Sostener, por lo tanto, que la ontología es el “sustituto moderno de la metafísica” sólo que “desprovisto de toda connotación normativa”, como lo sostiene el cuestionamiento que se nos dirige, es equivocado.
Es importante hacer dos alcances sobre el aporte de Heidegger. Cuando éste acomete el desafío de avanzar hacia una nueva y radicalmente diferente concepción genérica de la realidad considera que el abordaje que sobre ello hicieran los metafísicos antiguos adolece de ingenuidad. Ellos consideraron que podían desarrollar su concepción reflexionando directamente sobre la realidad y, en la medida que, para hacerlo, se apoyaban en la noción de “Ser” de Parménides, hacerlo implicaba reflexionar sobre el Ser. De allí que Aristóteles sostuviera que la metafísica es “la respuesta que damos a la pregunta del Ser en tanto Ser”. Heidegger, como filósofo moderno, desconfía del camino seguido por Aristóteles y reconoce que la realidad no se nos presenta a los seres humanos como ella es, sino como somos nosotros.
Por lo tanto, para responder a la pregunta ontológica, de manera distinta de la metafísica y evitar la ingenuidad de los filósofos antiguos, es necesario, según Heidegger. arrancar por una reflexión previa, no sobre el carácter genérico de la realidad, sino por una reflexión sobre el carácter genérico de los seres humanos, para quienes la realidad se presenta como ellos son. Una vez acometido eso, cabe entonces determinar cómo, dado como somos, la realidad se nos presenta. Ello implica aceptar que, a la realidad, por sí misma, independientemente de nosotros, no tenemos la posibilidad de acceder. De allí que cuando Heidegger define lo que es ontología, a diferencia de Aristóteles, sostiene que es “la respuesta a la pregunta sobre el ser que se pregunta sobre el ser”. Pues bien, ese “ser que se pregunta por el ser” no es otro que el ser humano.
El segundo alcance implica reconocer que la reflexión ontológica no prescinde del término ser. Lo mantiene. Y lo hace por cuanto éste resulta imprescindible, como operador lógico, para acometer los desafíos del conocimiento. Lo que la reflexión ontológica hace es corregir los atributos que los antiguos metafísicos le asignaban al ser. Ello implica que, en vez de concebirlo inmutable, se le concibe cambiante, transformable. En vez de concebirlo como uno, se le reconoce múltiple. En vez de considerarlo homogéneo, se le reconoce contradictorio.
Nietzsche había realizado otras incursiones reflexivas que resultarían importantes y que alterarán el dominio posterior de la reflexión filosófica. Por un lado, pone en cuestión la importancia que la filosofía le otorgaba a la noción de sujeto, supuesta expresión del ser que cada uno somos, como un antecedente de la acción y hace de esta última, de la acción, aquello que, al desplegarse, simultáneamente al sujeto que la realiza. Por otro lado, después de muchos siglos, es la primera filosofía que le confiere un papel relevante al lenguaje. Para la tradición metafísica lo importante era la conciencia, el conocimiento. El lenguaje es concebido un medio de expresión de la conciencia y de transmisión del conocimiento. Para Nietzsche las experiencias de conciencia y de conocimiento descansan en el poder del lenguaje y, por lo tanto, remiten a él. Los seres humanos, para Nietzsche, estamos atrapados al interior del lenguaje y éste representa, de manera inevitable, nuestra prisión. Acción y lenguaje.
Lo anterior es importante pues nos conduce a la segunda gran contribución filosófica del siglo XX, además de la ontología existencial de Heidegger. Nos referimos a la emergencia de una nueva rama de la filosofía que va a devenir determinante: la filosofía del lenguaje. Ésta es inaugurada por Wittgenstein, desde Cambridge, y dentro de la cual cabe también mencionar a J.L. Austin, en Oxford. Destaquemos tan sólo dos importantes contribuciones.
Wittgenstein acomete un giro fundamental en nuestra comprensión del lenguaje, expresado también, en clave diferente, por Heidegger. De una concepción designativa del lenguaje que entonces prevalecía en la que se consideraba que el lenguaje nos servía para designar las cosas y, acometiendo esto, comunicarnos con otros y reflexionar sobre ellas, Wittgenstein transita a una concepción constitutiva del lenguaje, a partir de la cual se reconoce que éste, de hecho, constituye los mundos que habitamos y define nuestras formas humanas de ser.
J.L. Austin hace algo diferente pero no menos importante. Reconoce que el lenguaje no sólo describe pasivamente las cosas que existen, en planos distintos de la realidad, sino que cuando hablamos actuamos. El lenguaje es acción. Y éste, al actuar, al ser activo, tiene el poder de transformar la realidad. El lenguaje, por lo tanto, es generativo. Esto es muy importante. En la medida que el lenguaje es acción, cabe entonces preguntarse por las acciones que desde el lenguaje acometemos. Y, yendo todavía más lejos, por las competencias conversacionales que en ese actuar en el lenguaje los seres humanos desplegamos. La noción de competencias conversacionales deviene una herramienta fundamental del coaching ontológico pues, a través de ella, nos es posible intervenir de manera más satisfactoria en nuestras vidas, permitiéndonos tomar acción para “hacernos cargo” de lo que no funciona y permitiéndonos avanzar al logro de muchas de nuestras aspiraciones.
La noción de competencias conversacionales posee un rasgo importante. A diferencia, por ejemplo, de las competencias técnicas, que están sujeta a procesos de permanente obsolescencia, ellas son genéricas. Independientemente del idioma que hablemos, o del momento histórico en que lo hagamos, todo ser humano puede ser más o menos competente en su capacidad de escucha, en hacer juicios adecuadamente fundados, en ejecutar y cumplir sus promesas, en crear entornos emocionalmente expansivos, etc. Mientras haya seres humanos, estas competencias seguirán existiendo y serán siempre fundamentales de nuestras vidas. Siendo ellas genéricas, nos resultan particularmente útiles frente a los estragos que resultan de las olas de transformación y de obsolescencia, al punto que pueden ser vistas como una de las herramientas más importantes que poseemos para encarar los avatares del devenir.
Nos encontramos, por lo tanto, con dos dominios diferentes en los que se nos revela su dimensión genérica. El dominio de la reflexión ontológica existencial, dirigida a entender este modo de ser del que, más allá de nuestras diferencias individuales, participamos todos los seres humanos. Y el dominio de la filosofía del lenguaje, que define de manera determinante nuestras modalidades de existencia y en el que podemos reconocer el carácter genérico de las competencias conversacionales, a través de las cuales conducimos el quehacer de la existencia. Por un lado, el dominio ontológico y, por otro lado, el dominio del lenguaje. Este reconocimiento nos condujo a bautizar nuestra propuesta conceptual como el discurso de la “ontología del lenguaje”. Éste es el discurso en el que se sustenta la disciplina del coaching ontológico.
No entender que el fundamento básico de nuestra propuesta proviene de la filosofía y no de la psicología pone en evidencia que la crítica que se nos dirige, en rigor, se sostiene en un malentendido y que, de éste disolverse, pudiera dar lugar a una relación constructiva y de beneficio mutuo. En vez de percibirnos como una amenaza, podrían vernos como una gran posibilidad. De nuestra parte, no hay ni ha habido una disposición de antagonismo hacia la psicología. Por el contrario, valoramos y respetamos lo que ella acomete en su campo. Pero estamos en territorios diferentes.
Es cierto, sin embargo, que a partir de este núcleo teórico básico al que he apuntado, hemos buscado crear un espacio interdisciplinario y conectarnos con aportes provenientes de otras disciplinas, particularmente en el dominio de las ciencias. Cuando uno se sitúa sólo en el dominio de la filosofía, a menudo se corre el riesgo de descarrilarse, desconectarse de la realidad, o, como dice Wittgenstein, de desarrollar una filosofía que “se va de vacaciones”. Nos interesa una filosofía con los pies puestos en la tierra, no sólo orientada hacia malabarismos académicos interpretativos, sino con poder efectivo de transformación, tal como lo logran las ciencias. De allí que sostenemos suscribir una filosofía con vocación científica, cuyo desarrollo se realiza sin soltar la mano de las ciencias.
Ello nos ha abierto, en primer lugar, a las contribuciones provenientes de la biología y, muy especialmente, de la biología evolutiva y de la neurobiología. No es éste el lugar para referirme a las múltiples contribuciones que, desde allí, nos han servido para incrementar el rigor de lo que proponemos. Los psicólogos saben de lo que estamos hablando pues ellos se abren también a la biología (y no por ello son acusados de usurpadores).
En segundo lugar, nos hemos nutrido también de los desarrollos que provienen del enfoque sistémico. Nuestra mirada ontológica se enmarca en una mirada sistémica. Ello es particularmente importante dado el papel que le conferimos al lenguaje en nuestra compresión del fenómeno humano. Pues bien, el lenguaje es un fenómeno sistémico. Es un rasgo fundamental de los seres humanos que, sustentado en las condiciones biológicas que nos son propias, surge, no como una disposición natural proveniente de nuestra biología, como lo es, por ejemplo, el respirar, sino de la dinámica de relaciones que mantenemos con los demás. Para acceder y desarrollar el lenguaje necesitamos de los demás.
Pero más allá de lo anterior, en el espacio interdisciplinario que hemos diseñado, es importante reconocer que también nos hemos vinculado con las ciencias humanas y nos hemos acercado a dialogar, entre otras, con la sociología (que representa mi propia formación inicial); la antropología y, muy especialmente, la antropología lingüística (representada, por ejemplo, por Daniel Everett); la economía y, por supuesto, la psicología. Dado que la crítica que hemos recibido proviene precisamente de la psicología, me parece importante ahondar algo más en el carácter de la relación que hemos mantenido con ella.
El vínculo quizás más importante hacia la psicología guarda relación con la psicología analítica de C.G. Jung. En relación con Freud, su maestro, hemos esbozado dos críticas. La primera, de carácter más formal, es el encubrimiento sistemático que hace de la influencia que su pensamiento ejerce Nietzsche. Una de las fuentes importantes de su concepto de inconsciente es Nietzsche. Pero, aparentemente en su afán de ser visto como un científico y no como un filósofo, niega el vínculo con su filosofía.
La segunda crítica, es en relación con el propio concepto de inconsciente. Para Nietzsche la acción humana, el comportamiento de los seres humanos, conlleva dimensiones inconscientes. Lo inconsciente tiene un estatus de adjetivo, cuando se le aplica al comportamiento (sustantivo), o de adverbio, cuando se le aplica al actuar (verbo). Es una forma de “calificar” un sustantivo o un verbo. Freud, sin embargo, produce una reificación del término. De su estatus original de adjetivo o de adverbio, lo convierte en un sustantivo, en una entidad, en una cosa. En otras palabras, la confiere una existencia autónoma. Este tipo de errores, tal como nos lo advierte Bertrand Russell, uno de los fundadores de la lógica contemporánea, es lo que suele llevar a la filosofía a su descarrilamiento.
El caso de Jung es diferente. Primero, reestablece explícitamente el vínculo con Nietzsche. Al hacerlo, toma la distinción original entre persona y sombra, sugerida por éste, la que aplica a su concepción del ciclo de la vida. Segundo, si bien se apoya en la noción freudiana del inconsciente, llegando a hablarnos incluso de un inconsciente colectivo, progresivamente realiza un desplazamiento y sustituye este término por la noción de arquetipo. Este cambio no es trivial pues, al hablar de arquetipo, reconociendo no sólo la dimensión genérica que está involucrada en el fenómeno humano general (como lo expresa la noción de Dasein de Heidegger), sino que, dentro ella, distingue modalidades genéricas distintas de actuar y de ser. Esto lo llamamos “una segmentación del espacio ontológico”. Su concepción de los tipos de personalidad (o formas genéricas distintas de ser “persona”) se sustenta, por ejemplo, en estos desarrollos.
Con todo, el principal aporte que obtenemos de nuestra relación con Jung no apunta de manera decisiva a la práctica del coaching ontológico, sino al desarrollo que hemos acometido de una mirada ontológica a los fenómenos simbólico-culturales, como lo son la mitología, la religión y, en general, el dominio existencial de la espiritualidad. En este territorio, tanto Jung como el conjunto de participantes que él convoca a su Círculo Eranos, nos permiten desarrollar una mirada ontológica enriquecida.
Otra rama de la psicología que desde la ontología del lenguaje nos parece interesante es la psicología cognitiva y las diversas corrientes que se han desarrollado en ella.
Su atención principal se ha concentrado en los llamados fenómenos mentales, asociados a creencias y pensamientos y, en general, a las modalidades del conocimiento. De ella ha surgido, por ejemplo, el concepto de “modelos mentales”. Cabe destacar, sin embargo, que el énfasis principal de la psicología cognitiva no ha estado puesto necesariamente en la práctica terapéutica, incursionando por lo general en otros territorios.
Dentro de esta rama hay autores que, desde nuestra perspectiva, han realizado interesantes contribuciones. Entre ellos, cabe mencionar, por ejemplo, a Albert Ellis, psicólogo de buena formación filosófica y fundador del Ellis Institute. Al examinar la relación entre creencias y emociones, Ellis concluye que detrás de emociones altamente tóxicas, se detecta una determinada manera de concebir el acontecer humano que se apoya en creencias que le imponen a éste exigencias de “deber ser”. En la medida que el acontecer no cumple con tales exigencias de “deber” y lo que se esperaba que “debía suceder” no acontece, la respuesta emocional resultante deviene ser altamente tóxica, lo que contamina nuestra existencia. De allí que Ellis nos hable de lo que llama la toxicidad del “debeísmo”. Ello presenta una gran afinidad con la postura adoptada por Nietzsche cuando nos recomienda pararnos frente al acontecer desde lo que denomina “la inocencia del devenir”, evitando culparlo por haber seguido una determinada dirección.
Otro autor que nos ha resultado estimulante ha sido el Profesor Emérito de Psicología Industrial de Harvard, Chris Argyris, con cuyo equipo he tenido la oportunidad de colaborar en proyectos conjuntos. Argyris es el primero que reconoce que toda organización humana es un sistema conversacional y que la forma como se conversa o no se conversa en ella incide directamente en sus resultados. Sin embargo, a pesar de haber introducido el lenguaje, con su noción de conversaciones, la propuesta de Argyris está desarrollada desde las categorías de la psicología cognitiva. De allí que nos hable reiteradamente de mente, de conciencia, de creencias, de razón, de teoría, etc. En nuestro trabajo de consultoría con organizaciones y, en general, en otros sistemas sociales, trabajos que no incluyen prácticas terapéuticas, frecuentemente nos hemos apoyado, entre otros, en los aportes de Argyris y su equipo. Para hacerlo, sin embargo, efectuamos una conversión desde su base conceptual cognitiva a una base lingüística. Con ello, el poder de tales aportes no sólo se aclara y simplifica, sino que permite intervenciones más poderosas.
Un tercer autor proveniente de la psicología cognitiva es Daniel Kahneman, a quién se lo otorgara en 2002 el Premio Nobel en Economía. Una de sus más interesantes contribuciones apunta a la distinción que hace entre dos tipos distintos de pensamiento: el pensamiento rápido y el pensamiento lento. Ambos, nos explica, nos proporcionaron ventajas evolutivas importantes. Pero ambos poseen también restricciones y, para los efectos de una adecuada toma de decisiones, particularmente bajo incertidumbre, es importante aprender no sólo a distinguirlos, sino también a combinarlos. Ello ha sido una contribución importante al comportamiento económico. Desde nuestra perspectiva, su aporte permite una adecuada articulación en términos de los juicios en cuanto actos de lenguaje y no sólo como expresiones de conocimiento. Pero ello implica, nuevamente, un desplazamiento del dominio cognitivo, al dominio lingüístico.
Por último, es pertinente mencionar a Carol Dweck, profesora de psicología del desarrollo de la Universidad de Stanford. Apoyándose en la psicología cognitiva, Dweck hace una distinción entre dos tipos de “mentalidades” o “mindsets” distintos: aquella que llama “mentalidad fija” y la que denomina “mentalidad de crecimiento”. En la primera los individuos operan desde la creencia de que su forma de ser es fija o inmutable. Quién se halle allí suele desarrollar comportamientos narcisistas, poniendo énfasis en las “apariencias”, en cómo son vistos por los demás. En la “mentalidad de crecimiento”, por el contrario, se parte de la creencia de que somos seres con una capacidad de transformarnos significativamente a través del aprendizaje. Ello implica, por ejemplo, dos tipos de respuestas radicalmente diferentes frente a ciertos desafíos y frente a los fracasos. Mientras los primeros los eluden y esconden, pues creen que ellos revelan sus insalvables insuficiencias, los segundos los asumen como oportunidades para crecer. Ello conlleva formas de vida sustancialmente distintas. Entre quienes tienen éxito en la vida se detecta, empíricamente, una alta frecuencia de “mentalidades de crecimiento”. Uno de los elementos claves de la filosofía de Nietzsche consiste, precisamente, en sustituir la noción de la inmutabilidad del Ser, sostenida por Parménides y premisa fundamental de la ontología metafísica, por el reconocimiento del devenir y la transformación, tal como nos lo planteara Heráclito.
Dos observaciones. En primer lugar, cabe reconocer que todos los autores citados se acercan significativamente a los fundamentos ontológicos no-metafisicos en los que nos situamos, aunque lo hagan enfatizando la importancia de lo cognitivo, rasgo característico de la ontología metafísica. De alguna forma, se trata de contribuciones “borderline” entre ambas ontologías. De allí el interés que sus contribuciones pueden despertar desde las posiciones de una ontología existencial, hermenéutica y lingüística, en definitiva, no-metafísica, como lo es nuestra propuesta de la ontología del lenguaje. Pero hay algo más, estas mismas contribuciones nos plantean el hecho de que la psicología, en gran parte de sus propuestas, sigue atrapada en una ontología, como lo es la metafísica, que ha devenido históricamente caduca. Siendo esto una limitación es también una gran oportunidad para dar un salto hacia un fundamento ontológico distinto, como el que proponemos. De hacerlo, estamos convencidos, ella devendrá inmensamente más poderosa de lo que lo ha sido hasta ahora.
A estas alturas pienso que la acusación de que lo que hacemos es una “pseudociencia”, una propuesta “sin justificación científica y sin respaldo académico”, se cae por su propio peso. Hemos sostenido que el núcleo de lo que hacemos, en efecto, no es la ciencia, sino la filosofía. Pero hemos advertido que, desde la filosofía, estamos en interacción permanente, rigurosa y diversa con las ciencias. Sostener que lo que proponemos no tiene respaldo académico, sólo vuelve a demostrar la ignorancia y falta de rigor que subyace en las críticas que se nos hacen (5).
Sostenemos que el coaching ontológico responde a requerimientos concretos que provienen del carácter de nuestra época y es importante identificarlos. El coaching ontológico se sabe hijo de su época y responde a desafíos que ésta nos plantea. Nos parece importante explicitar esta relación.
Vivimos en una fase sin precedentes en la historia de la humanidad. Debido a la expansión de la conectividad social que resulta de la globalización del comercio, la expansión de los medios de transporte y, sobre todo, del desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación, presente en revolución digital y la creación de la Internet, lo que acontece en los lugares más remotos del mundo tiene el potencial de producir una cadena de reacciones múltiples en todo el planeta. La conectividad social da cuenta del efecto de transformación recíproca, de afectación mutua, que se produce en la dinámica de interacción entre el conjunto de los miembros de un sistema. El actuar de unos, produce cambios en el actuar de otros, en una cadena infinita de reacciones que nos afecta a todos múltiples veces.
Uno de los aspectos interesantes de este fenómeno es que el efecto que el actuar de unos tiene sobre el actuar de otros no es sólo que ellos repiten el actuar de los primeros, sino que éstos inducen a comportamientos que son distintos de los ellos. No hay, por lo tanto, sólo un efecto de transmisión, sino también de transformación, de innovación, de estímulo al emprendimiento. Como consecuencia de lo anterior, se produce una aceleración del cambio, generándose olas masivas de transformación y de obsolescencia. Esto es lo que hoy, con la Cuarta Revolución Industrial, estamos viviendo. Todo está cambiando.
Hace algunas décadas se acuño la ingeniosa frase de que hoy “lo único constante es el cambio”. Pues bien, esa frase ya devino obsoleta. El cambio cambió. Ya no es el mismo de antes. De ser lineal, acumulativo y progresivo, devino exponencial, masivo y sistémico. Ello está sacudiendo las condiciones de nuestra existencia como no había sucedido nunca antes. Los espacios de estabilidad en los que previamente nos guarecíamos, para enfrentar desde allí los nuevos desafíos, prácticamente han desaparecido. Los nuevos desafíos no nos dan tregua y provienen de todas las direcciones.
Basta mirar a alrededor y constatar cómo nuestras condiciones habituales de vida pierden vigencia. Nótese el deterioro creciente de nuestras relaciones personales más importantes; la creciente obsolescencia de nuestros conocimientos y competencias, los cambios que afectan nuestras vocaciones y sensibilidades. Miremos los efectos que sufren el conjunto de instituciones sociales en las que previamente nos apoyábamos: el matrimonio, la familia, la escuela, las instituciones políticas, las empresas y las condiciones del empleo, los cambios en el mundo de la cultura, el colapso de las iglesias, por mencionar tan sólo algunas. Antes nos guarecíamos en muchas de esas instituciones para, desde allí, asumir los desafíos de readaptación que nos imponía el entorno. Hoy esas mismas instituciones pasan de una crisis a otra y los lazos que antes nos ataban a ellas se rompen aceleradamente. El individuo comienza a descubrir se crecientemente aislado. Y esto sólo comienza. En el futuro ello sólo se va a acentuar.
El cuadro anterior se expresa en crisis recurrentes de sentido en nuestras vidas. Solemos pasar de un terremoto a otro, de un ciclón a otro. Los seres humanos somos un tipo de ser vivo que, para sobrevivir, no nos basta con la capacidad biológica de reproducirnos como sistema. Necesitamos algo más. Requerimos ser capaces de reproducir un juicio del cual pende nuestra vida. El juicio “Mi vida tiene sentido”. Podemos resistir períodos cortos de sinsentido. Pero si ellos se extienden en el tiempo, solemos caer en comportamientos autodestructivos, como lo son diversas adicciones, o en prácticas de distracción, de diversión, de consumo compulsivo, las que muchas veces expresan una disposición de negación frente a lo que nos sucede. El espectáculo que desde tiempos antiguos era usado para distraernos de nuestras difíciles condiciones de vida, hoy se ha generalizado. Y cuando nuestras crisis nos atrapan y ya no podemos quitarles la cara, a menudo vemos aparecer en el horizonte el espectro del suicidio. Estas crisis existenciales hoy se repiten una y otra vez en el transcurso de nuestras existencias. Y esto no es la expresión de una patología.
Es interesante hacer fenomenología de estas experiencias de crisis. Cuando ellas acontecen, ¿qué nos pasa? ¿Cómo las vivimos? ¿Qué sentimos? ¿Qué nos decimos? Sobre ello podríamos escribir largamente. Hay algo, sin embargo, que está presente en muchas de estas crisis, algo que quisiéramos rescatar. Tenemos la sensación de que no damos la marca. Muchas veces pareciera que no tenemos salida. Nos invade la sospecha de que el problema reside en nuestra forma de ser; que el tipo de persona que somos pareciera haber devenido obsoleta. Sentimos que la vida nos sobrepasa y que no estamos constituidos para sobrellevarla. Vivimos la apariencia de que el problema está en cómo somos, en nuestra forma de ser.
¿Es válida esta sensación? Sostenemos que no. Los avances registrados en las últimas décadas en neurobiología nos enseñan que uno de los rasgos más destacados de nuestro sistema nervioso es la plasticidad sináptica o neuronal. Ella nos proporciona una capacidad inmensa de readaptación, de transformación y de aprendizaje que estamos lejos de agotar. No hay, por lo tanto, una restricción biológica para producir los cambios a los que nuestro entorno nos obliga. De ser así, ¿cuál es entonces el problema?
Lo que esta situación pone en evidencia es que el problema más serio que hoy enfrenta la humanidad no son las olas de transformación y de obsolescencia que hoy vivimos. En muchos casos, además las crisis que nos producen, es innegable ellas que suelen traer también grandes beneficios. Por lo demás no tenemos cómo detenerlas, pues expresan resultados propios de la dinámica del sistema que hoy nos constituye. El problema más serio que hoy enfrentamos reside en nuestra capacidad de respuesta a las olas de transformación y de obsolescencia, en nuestra capacidad reiterada de readaptación a los cambios del entorno.
¿Qué es aquello que nos impide responder adecuadamente a los desafíos que nos imponen las actuales olas de transformación? La respuesta a esta pregunta define el carácter de nuestra propuesta. Tanto el discurso de la ontología del lenguaje, como la disciplina del coaching ontológica, se sustentan en ella.
Sostenemos que aquello que obstruye nuestra capacidad de respuesta adecuada a los múltiples desafíos que hoy nos imponen las olas de transformación y de obsolescencia, guarda relación con la manera como interpretamos, la forma como le conferimos sentido a lo que está pasando. Nuestras interpretaciones no son aleatorias, no surgen de la nada, no remiten exclusivamente al carácter de lo que acontece y al carácter de las entidades que pueblan nuestro mundo. Cada vez que generamos una interpretación lo hacemos siguiendo ciertos lineamientos, apoyándonos en determinadas premisas y supuestos, que hemos heredado culturalmente. Por lo general no estamos consciente de ello. Este núcleo, que define el carácter de nuestras interpretaciones y determina el tipo de mirada que desplegamos, es lo que, siguiendo los desarrollos filosóficos del último siglo, llamamos “ontología”.
El concepto de ontología, por lo tanto, apunta una determinada concepción sobre el carácter genérico de la realidad, concepción que todo ser humano lleva consigo y a partir de la cual hace sentido del acontecer (6). Sin esta concepción, muchas veces implícita, subyacente e inconsciente, no nos sería posible generar las interpretaciones y producir los sentidos que requerimos para vivir. Pero si bien esta concepción subyacente no se revela plenamente para muchos, ella representa la temática más profunda de la reflexión filosófica occidental desde hace algo más de 25 siglos. Podemos incluso considerarla la temática filosófica por excelencia.(7)
Lo que señalamos, por lo tanto, es que aquello que obstruye nuestra capacidad de respuesta a los desafíos que hoy nos imponen las olas transformación y de obsolescencia es el hecho de que estamos atrapados en una ontología caduca, una ontología que durante mucho tiempo nos fue útil pero que, en contexto histórico actual, ella ha devenido uno de los principales obstáculos para conducir y conferirle sentido nuestra existencia.
Al interior de la filosofía, el programa metafísico, a través del cual se articula esta antigua ontología, ha sido completamente arrinconado, al punto que hoy nos cuesta mucho encontrar propuestas filosóficas de valor inspiradas en él. Las corrientes filosóficas actuales, de muy distintas maneras, han roto con las premisas del programa metafísico. Pero cuando éste último se constituyera, con Platón y Aristóteles, ello no sólo da nacimiento a una determinada mirada ontológica, ellos hacen algo más. Ambos “enclaustran” la reflexión filosófica. La sacan del espacio público, de la calle, de la plaza, donde se había desarrollado hasta entonces y la encierran respectivamente en los espacios amurallados de la Academia (8) y del Liceo. Ello produce una separación entre la reflexión filosófica y el sentido común ciudadano.
Pues bien, ello hoy se traduce en el hecho de que el arrinconamiento actual del programa metafísico en el dominio académico, no se traduce en términos generales en un efecto equivalente al nivel del sentido común de los ciudadanos. Por el contrario, el sentido común que ellos despliegan y a partir del cual hacen sentido, actúan y conducen su existencia, sigue todavía bajo la hegemonía del programa metafísico, produciendo lo que llamamos una “obsolescencia ontológica”.
En otras palabras, de todas las obsolescencias que hoy encaramos, la más sería, es precisamente esta “obsolescencia ontológica”, el estar atrapados en una mirada ontológica obsoleta, que nos impide dar adecuadamente respuesta a todas las demás. Digámoslo de otra manera: la forma como hacemos sentido de la realidad ya no se ajusta a las condiciones históricas actuales de esa misma realidad (9).
Tanto el discurso de la ontología del lenguaje como la disciplina del coaching ontológico procuran, cada uno en su dominio, hacerse cargo de este problema. El discurso, articulando una interpretación coherente alternativa a la del programa metafísico sobre el carácter genérico de la realidad dirigida al espacio público. La disciplina, procurando liberarnos de la hegemonía que tal programa ejerce sobre nuestro sentido común y permitiéndonos encarar los desafíos de la realidad actual con un nivel de eficacia del que hoy carecemos.
A partir de lo anterior, sabiendo que la psicología y la propuesta ontológica operan en territorios diferentes, en vez de enfrentarnos con animosidad, como lo hace el cuestionamiento que se nos dirige, ¿no sería acaso posible construir una relación de interlocución y colaboración que nos beneficie a ambos? Declaramos estar abiertos a ello.
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